Don Gianni Vicini, como
flores de cenizas, pedazos de lágrimas envueltas en gigantes gotas de lluvias
mágicas, caen desde la tristeza del corazón de cuantos le conocieron.
José-Dorín-Cabrera.
Porque Ud. demostró que un hombre acaudalado,
puede ser más que un hombre rico, puede ser un principio espiritual, humano, de
férrea disciplina en el trabajo y en la cultura del ahorro previsor, de
solidaridad, humildad y de generosidad en el trato entre las personas.
Al conocer la muerte de don Gianni, no sé por qué migas difusas de nostalgias se aposentaron en los surcos de mis recuerdos. Y, sin pretender tener la profundidad de la memoria de Ireno Funes, ese invento de Borges, puse mi memoria como si fuera la pantalla de un celular, a hacer la “Selfie”, ese gesto de amor a sí mismo, para retratar, para recordar cuatro episodios personales que me permitieron acercarme –aún a distancia– al conocimiento de quién era Juan Bautista Vicini Cabral, don Gianni.
Cuando
los recuerdos nos visitan, merecen la distinción de la amistad para que la desmemoria,
entre brumas, no se pose en nuestra
mente como flamea la llama temblorosa y débil de una vela antes de apagarse.
“…La
vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para
contarla…”.
1. –Dorín, párate aquí–,
me pidió el camarada abogado, quien, antes de iniciar nuestro viaje a La
Romana, me había indicado que arribara a la Isabel La Católica #48, y frente a
un letrero que decía: “Casa Vicini”, estacioné el cepillo alemán. –Voy a hacer una diligencia en este lugar–,
me dijo al desmontarse, con su acostumbrada voz de guitarra como si fuera la de
un pozo de viento. El camarada abogado –en
ese entonces– asesor legal (que no era Guido Gil) del otrora poderoso Sindicato Unido del Central Romana (SUCR),
regresó al auto, a pocos instantes, con un sobre en sus manos. En el trayecto,
él musitaba para sí, por lo que apenas pude escuchar –Generoso…me estaban esperando, como me lo aseguró…–. Al llegar a La Romana, antes de nuestras tareas políticas y
sindicales, fuimos a la casa de un pobre y enfermo dirigente sindical en cuya
vivienda no sólo se fundó el SUCR, sino también que ahí funcionaba el
sindicato. Espaillat #28, esq. 30 de
marzo. Él era el destinatario del sobre que en “Casa Vicini” le entregaron
al muy discreto camarada abogado.
En
los días de 1966, mi abrazo al partido y al socialismo, me hacían rodar como
los cascos de los bueyes, y en ese espacio de tiempo, acudí a un encuentro
sindical-político PCD/PCH, con obreros agrícolas de los Ingenios Consuelo y
Angelina (Ahora me acuerdo de aquella
canción de Gardel, ese invento de Frank Sinatra…“volver…con el alma aferrada a
un dulce recuerdo que lloro otra vez…”).
Fue
en el Angelina que, sin proponérmelo, recibí la información del por qué aquel
sobre y de las relaciones de apoyo comunitario y de asistencia del joven
Ingeniero químico, Juan Bautista Vicini Cabral, de 25 años, que asumía la
administración del Ingenio Angelina, y de éste dirigente sindical en ese
entonces, joven también que ya tenía años en los afanes referentes a las reivindicaciones
sindicales, comunitarias y sociales a favor de los trabajadores. Corrían los
duros años 1949-1950. La vida de don
Gianni fue una sola vida, una vida viva, luminosa, profunda.
2. Los
años cruzan demasiado rápido, y cuando aquella crisis del Banco del Progreso me
llamaron para explicarme la magnitud de la crisis, sólo pregunté: –¿Quién o quiénes se harán cargo?–.
Con voz firme alguien me dijo: –Dorín, don
Gianni Vicini y familia–, –pues dejo mi dinero ahí mismo–, le
contesté y me marché de la reunión, mientras caminaba, desde el fondo de mi
memoria, recordaba aquel gesto de don Gianni para aquel sindicalista, pobre y
enfermo. Tengo 18 años como cliente del Banco del Progreso. Cuando un amigo
necesitaba ayuda, apoyo, siempre llegaba la generosidad llamada don Gianni;
silenciosa. Así ocurrió también cuando la enfermedad del inmortal, el
dominicano más universal, el Dr. Peña Gómez.
Si
bien es cierto que don Gianni tenía una apasionada pasión por el trabajo
creador y por el ejercicio de una cultura
de ahorro previsor, pienso que también tenía a la par, en el interior de su yo,
una mina inagotable de alegría que desgranaba su onírica poesía, como el exilir
de su ser. Era un romántico feliz que navegó por los rieles azucarados de su
afanosa existencia.
3. Años
después, el mensajero del destino me hizo conocer que la necesidad del ser
coincide con la libertad del espíritu. Entonces, cuando la ciudad dormía, bajo
los reflejos de una estrella que preguntaba por la soledad de mi alma, me
disponía a visitarla, pues ella decía que era igual a la mía. Residía en la
torre de un cuarto piso, el ascensor
tenía dificultades, e inicié los pasos ascendentes de la escalera.
Casi
imperceptible, como un destello de la noche escondida en la senda de olas
estrelladas que traen recuerdos, tropecé de frente con don Gianni, mientras él
descendía de los peldaños de la escalera como si se acordara de su dominio de la
esgrima y de los dibujos rítmicos y saxofónicos del bolero, sus ojos me dijeron
–¡hola! –, y yo, sin pensarlo, sólo
atiné a ayudarlo asido a su antebrazo al llegar al último peldaño, él sonrió
rebosante de bondad. –Es ud. un caballero–,
me dijo con su voz de seda enmarcada en celofán, dejándome en mis manos un
pedacito del aroma de su bonhomía y de su humildad.
Mientras,
a través del intersticio de la puerta del piso, desde donde presumo que él
salía, pude escuchar –aún su bajo volumen–,
una melodía musical casi religiosa, “Stand
by me”, –Quédate conmigo…si el
cielo…se derrumbara y cayera…No, yo no tendré miedo, mientras tu estés,…oh, quédate,
quédate conmigo–. Era la voz de góspel de B. E. King.
4. Antes
del inicio de la pasada campaña electoral, la que es hoy la figura más alta del
país, me conectó con uno de los hijos de don Gianni, con Juan El Bautista. Y en
uno de los encuentros que tuve con El Bautista, en su casa familiar, las horas
de la noche anunciaban los pasos de la generosidad de don Gianni, que, con su
rostro y sonrisa de niño lleno de ternura, venía hacia su hijo con un regalo
envuelto en delicados colores verde, rosado y amarillo, como si fuera un cesto
impregnado de agradables aromas de naranjas, libros, flores y rosas erguidas. –Te he guardado este regalo–, le dijo
don Gianni a El Bautista de Juan. –Gracias, papá–, le contestó. Antes de que don Gianni se marchara
hacia otro espacio de su hogar, le saludé, y a pesar de que algo misterioso me susurró que él me externó una sonrisa
cómplice, no creo que don Gianni atinara a recordarme, pues pude observar
enormes hojas ocres, con el traje de su
último otoño, que caían sobre su cabeza y una hebra de luz aleteaba como ave
del inocente olvido.
Cuando
salía de esta residencia, a una alta hora de la noche, un arco iris, cubierto
por una lluvia mansa, cubría el cielo de la casa de los Vicini. Ese gesto de
don Gianni en el ocaso de su vida, lo he recordado siempre, y lo hago con mis
hijos para que ellos lo hagan con los suyos. Ahora, y en ocasiones, cuando
suelo transitar por la Independencia esq. Máximo Gómez, creo ver aquella
sonrisa cómplice que camina feliz sobre las aguas profundamente azules y olas
blancas del mar, otrora vecino de don Gianni.
La
discreción de don Gianni trilló la leyenda de un héroe olvidado. Él fue un
hombre valiente con unas órbitas entre las piernas del mismo tamaño de su
humildad. Conspiró en la primera trinchera contra Trujillo. Muerto éste, siguió
siendo el mismo don Gianni, inmutable, sólo le interesó la libertad de su
pueblo, sin protagonismo, como lo fueron sus seudónimos Mr. X. ABC, Yaguate, en la peligrosa planificación de la muerte del
generalísimo.
Hoy, a hijos,
familiares, amigos, de don Gianni me permito decirles que aquellos trozos de
lágrimas derramadas por su ausencia, vuelan como las naves que surcan las nubes
del mar, a una caja de recuerdos que el tiempo guarda en el jardín de la
memoria, vestida con las inclemencias de un inmenso dolor que no cesa
nunca.
El jardinero cerró su
rosa. Y se marchó como el puente que cruza la luna, caminando sobre el lomo de
una colección de éxitos y de una aurora que cautiva el amanecer.
Juan Bautista Vicini Cabral, era de
la legión de los caracteres excepcionales de los que nos hablaba el abogado
Honoré de Balzac, y un extraordinario estratega de su gloria apuntamos nosotros.
Fue –es– como el trigo que muere en el
pan para repartir la vida.
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